jueves, 22 de noviembre de 2007

"EN EL NOMBRE DE LOS NIÑOS...DE LA CALLE - FRAGMENTO DE LA NOVELA DE NELSON AGUILERA.

Uno

Era una mañana fría de julio. Poca gente caminaba a esa hora por la calle Palma. La población asuncena retardaba su marcha diaria debido a la inusual temperatura de cero grado que marcaba el termómetro luminoso colocado en la Plaza de los Héroes por el último intendente liberal.

La mañana estaba dura y fría como el estaño. Garuaba tenuemente y el frío viento castigaba sin piedad a los niños de la calle, acurrucados aún entre los cartones y hules recogidos de las basuras. Uno, dos, tres niños tosían como perros viejos y se percibía el chillido de sus pechos como aullidos de gato.

Los transeúntes los ignoraban. Ya era tan normal verlos cuajarse por las esquinas aspirando cola de zapatero para matar al monstruo del hambre, que los iba devorando lenta e inexorablemente. Ya nadie se dignaba a perder un minuto en la escoria de una sociedad que intentaba ser postmoderna.

En medio de esa aparente calma y lasitud paraguayas arrastradas por el vaivén de los vientos políticos materialistas, se oyeron dos disparos que resonaron en todo el micro-centro. Los escucharon los empleados de bancos, las chiperas, los lustrabotas, los farmacéuticos y hasta los gerentes de las multinacionales y las presidentas de las organizaciones de ayuda a la infancia, cuyas oficinas se hallan entronizadas en los más altos edificios asuncenos.

El eco de los disparos venía de la Plaza de la Democracia. Una gélida neblina apenas permitía ver en el suelo a un hombre de más o menos veintisiete años. Era moreno, de grandes ojos marrones, abiertos, y de rostro triangular, bañado en sangre. Vestía un traje negro y un tapado de lana gris, también ensangrentados.

El cuerpo yacía sin pulso alguno. Todos murmuraban posibilidades. Las chiperas comenzaron a llorar pero nadie osaba llamar a la policía. Todos esperaban que los agentes del orden aparecieran por arte de magia en el lugar.

Algunos decían que fue un asalto, pero el oscuro maletín de cuero del joven y su billetera estaban intactos. Tampoco se veía una señal de lucha por ninguna parte. Otros suponían que habría sido un ajuste de cuentas entre traficantes de drogas o tal vez un crimen pasional.

Lo cierto es que sólo el eco de los dos disparos era el único testigo del hecho que despertó de su letargo y de su cansina modorra al centro de la capital paraguaya.

Dos

Los vestidos de shantú, de organza y de seda blanca de las señoritas debutantes se rozaban con los nevados fraques de los padres y pretendientes alborozados, en medio de fragancias parisinas y valses vieneses, acompañados por el tintineo de las copas de cristal rebosantes de los champañas franceses y vinos californianos, que se encargaban de alegrar las pomposas fiestas de la gente más copetuda del Paraguay, en uno de los más prestigiosos clubes creado a expensas de las lágrimas, sudor y sangre de los obreros paraguayos.

La risa, el jolgorio y el humo eran los huéspedes de honor en esta celebración importada del siglo XIX europeo por esta perdida república que olvidó su origen y se engalana vistiendo unas máscaras foráneas prestadas o quizás robadas del viejo continente.

Toda la admiración y elogios eran para las jóvenes que desplegaban con donaire los pasos y modales ensayados por horas con la experta argentina contratada para tan importante ocasión. La coreógrafa tenía que ser argentina de Buenos Aires, no de cualquier provincia campechana que podría restar importancia al evento.

Los fotógrafos encandilaban con sus flashes a las damiselas, que no paraban de exhibir sus blancos y parejos dientes fabricados, en algunos casos, por los estilistas de sonrisas, y sus cinturitas de avispas logradas gracias a las rígidas dietas impuestas por las madres, las modistas y las amenazas de la anorexia, que en más de una oportunidad golpeó a la puerta de estos estómagos juveniles con desmayos en los colegios, donde directoras y profesoras corrían para llamar al servicio de Emergencias.

La pista se llenó de blanco cuando sonaron los acordes de los valses vieneses. Las jovencitas pasaban de un brazo a otro y todo el mundo comentaba quien bailaba mejor y quien era torpe para seguir acompasadamente el ritmo de tres tiempos de las importadas y adaptadas cadencias.

De todas, podían decir que no aprendieron bien los pasos ensayados, pero no de Mariela Hilguera Montenegro, que demostraba su talento de bailarina en los brazos de su padre, el senador Honorio Hilguera, y de sus tíos Carlos Antonio Hilguera y Juan Francisco Montenegro.

Los aplausos siguieron con los valses. Los padres y tíos iban dando lugar a los hermanos, primos y novios o pretendientes de las muchachas, y tomaban a sus esposas en un tono de nostalgia para deslizarse danzando y tarareando los valses vieneses como en antaño.

Mariela fue pasando de un brazo a otro hasta que cayó en los brazos de Federico, un joven moreno de ojos de miel que la miró con dulzura y la hizo girar tiernamente como si fuera una princesa en los brazos de su príncipe.

- ¿Quién es ese joven que baila con mi hija?- preguntó el senador a su esposa,-

- Es su compañero de colegio. -contestó Rosa.-

- ¿Hijo de quién?

- Creo que es de los Braun

- ¿Y es… su novio?

- ¡No! Es su amigo no más

Honorio apretó con más intensidad la cintura de su esposa que esa noche lucía más radiante que nunca con todas sus joyas puestas y con la panza lipoaspirada conseguida con miles de dólares en una clínica de Saô Paulo.

- ¿Quién es ese joven que baila con mi sobrina? –preguntó Juan Francisco Montenegro.-

- Es el hijo adoptivo de los Braun.- le respondió su esposa Clara.-

- ¿y es su novio?

- ¡No! ¡Qué va a ser! Si es un recogido de los Braun.

- ¡Ah! – replicó Juan Francisco.-

Y continuó danzando el vals como fuera una polca paraguaya mientras contemplaba la nueva nariz de su esposa, conseguida en una de las clínicas más cara de Buenos Aires.

Los valses dieron lugar a otros sones y la pista fue convirtiéndose en un circo penumbroso y multicolor que obligó a los padres y tíos cuarentones y a los que bordeaban las cinco décadas a sentarse alrededor de sus decoradas mesas y a reír, charlar, fumar y beber.

En una de las mesas se encontraban el senador Honorio Hilguera y su señora Rosa acompañados de Juan Francisco y Clara Montenegro. Junto a ellos estaba también el hermano del senador, el señor Carlos Antonio Hilguera, pero solo. Más tarde, cuando los smokings ya estaban aflojados y los moños negros guardados en los bolsillos, se acercaron a ellos Roberto Medina Oddone y María del Carmen Yañez Olivetti.

Roberto era un joven arquitecto de treinta y siete años y María del Carmen era una talentosa contadora de treinta y tres años. Ambos eran profesionales exitosos con dos hijos en edad escolar y amenazaban con tener el tercero en cualquier momento.

Una copa seguía a la otra y un cigarrillo a otro mientras comentaban sobre el plato servido, el postre, las decoraciones, la orquesta, las bebidas y las metidas de pata de las hijas de los más acaudalados.

Las damas comentaban en voz baja.

- Pero, ¿te fijaste en la Serratti?

- Sí, casi se cayó de la escalera – Todas rieron apretándose la boca.-

- ¿Y la Sotomayor?

- ¿De dónde se sacó ese modelo victoriano?

- Del baúl de su abuela.-más risas y ya no se taparon la boca.-

Juan Francisco llamó al mozo para que les llenara más de vino las copas mientras debajo de la mesa acariciaba con su pie derecho las tersas piernas de María del Carmen, quien no se molestó en absoluto en demostrar algún desagrado.

Las conversaciones giraron luego alrededor de unas donaciones que unas entidades suecas harían a la fundación de la que todos formaban parte.

Las mujeres pararon de chismear y levantaron las orejas al escuchar la módica suma de cuatrocientos cincuenta mil dólares. Claro está – dijo el senador Honorio- que para tal efecto deberemos cambiar el nombre de la fundación y nombrar como presidenta a María del Carmen, que es la única que falta ocupar un cargo ejecutivo.

- Pero… ¿por qué yo?- preguntó tímidamente.-

- Porque Rosa y Clara ya son presidentas de otras fundaciones y no pueden ser presidentas al cuadrado- contestó el senador.-

Todos rieron mientras María del Carmen bajaba la cabeza en señal de duda. El caso es que – retomó Juan Francisco- nosotros tampoco podemos clonarnos para presidir las otras fundaciones, y el tacto femenino para estas cuestiones de niños es el mejor indicado.

Claro mi cielo – dijo Roberto a su esposa tomándole el mentón entre sus dedos – vos sos la única que puede realizar este trabajo en pos de la niñez necesitada y abandonada de nuestro querido Paraguay.

María del Carmen volvió a sentir en sus piernas el pie de Juan Francisco y aceptó el cargo esperando que por lo menos una gota de amor cayese en su resecado y huérfano corazón, y así tener fuerzas para ayudar a los desamparados niños de la calle.

La algarabía juvenil rebosaba en la pista. Todos gritaban al escuchar los nuevos ritmos tropicales que no respetaban fronteras sociales para llevar sus eróticas letras y sus compases provocantes hasta el más encumbrado centro cultural y deportivo del Paraguay.

Mariela y Federico danzaban sin parar. El creía estar en la gloria, ella creía estar pasando un lindo momento con un muchacho diferente.


La madrugada fue adueñándose de la fiesta y poco a poco los copetudos fueron abandonando el lugar montados en sus grandes y lujosos autos hacia sus monumentales mansiones, donde les aguardaban sus orgiásticas camas y la resaca mañanera. Mientras en las calles de Asunción el hambre, el dolor y el abandono flagelaban a los olvidados niños sin hogares.

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